Monthly Archives: agosto, 2015

LOS CHILES EN NOGADA

                           Por ti mi verso se aroma Puebla en cocina trocada,
con el dulce picadillo de los chiles en nogada.
José Receck Saade.

Los mejores Chiles en Nogada los hacía mi mamá. Esto es lo que escuchamos frecuentemente cuando las personas se refieren a los Chiles en Nogada, preparados en sus casas con la receta de la familia. Por lo tanto, hay tan buenos chiles en nogada como tantas familias poblanas los preparan.

A la cocina de Puebla entraron saberes, sabores, aromas, colores y texturas, todos, en los ingredientes empleados en la preparación de sus platillos, y la mejor muestra de todo ello la tenemos en los ingredientes de los Chiles en Nogada.

Dice la leyenda que los primeros chiles los hicieron las monjas del convento agustino de Santa Mónica para ofrecérselos a Agustín de Iturbide durante su visita a Puebla, un 28 de agosto, día de San Agustín. Fabián Valdivia y Manli Luz, en su artículo “Su Majestad el Chile en Nogada” -publicado en la revista Vía México- advierten que “poco hay de cierto en esto”, ya que Iturbide visitó Puebla del 2 al 5 de agosto de 1821 (no el 28) y que, a la fecha, no se ha localizado documento que narre lo dicho.

La temporada de los Chiles en Nogada empieza a principios del mes de agosto, cuando ya hay la nuez para la nogada. Cuando mi mamá se disponía a hacer los chiles, con anticipación iba al mercado a abastecerse de todo lo necesario. Un día antes preparaba el picadillo para el relleno de los chiles y limpiaba la nuez, siempre contando con la ayuda de nosotras, sus hijas; eso sí, tenía que estarnos cuidando para que no nos comiéramos la nuez o la fruta picada. El mero día de la comida los chiles se tostaban limpiaban y desvenaban. Después, se enharinaban, capeaban y freían para, finalmente, “componerlos” con la nogada, la granada y el perejil. Aunque los sirviera de manera individual -después de una sopa ligera-, su gusto era poner algunos de ellos en un platón y colocarlos al centro de la mesa; si alguien apetecía otro chile, de ahí lo tomaba.

Para mi mamá, una tradición era disponer platones con chiles y mandárselos a sus consuegras, y ellas después le devolvían el platón con algún bocadillo. El platón más esperado era el que llegaba de casa de la Sra. Malena, ya que lo devolvía con los deliciosos “dulces de platón” que ella misma hacía. Mi mamá nos daba probaditas y después se los guardaba, aunque acabábamos encontrándolos para comerlos.

En el recetario de mi abuela materna, Aurora Monterrubio de la Peña, y ya que estamos en temporada de Chiles en Nogada éstas son sus recetas: la núm. 41 en la página 73 y núm. 42 en la página 74.

Receta

CHILES EN NOGADA

Se asan y pelan los chiles y se desvenan; luego se muele nuez pelada con azúcar y se hace el picadillo como para los otros chiles y se rellenan con el picadillo se capean con huevo y se cubren con la nuez, granos de granada y perejil picado.

Como ocurre frecuentemente en los recetarios, una receta refiere comúnmente a las anteriores, en este caso, el picadillo para los chiles es como el de “los otros chiles”, así que no queda más que revisar nuevamente el recetario para tener la receta completa.

Receta

NOGADA

Se pelan, se lavan y muelen muy bien las nueces; se echan a remojar el pan y se echa solo el migajón y queso fresco. Todo se muele y se revuelve muy bien con sal y aceite de comer. Se compone con granada, perejil picado, alcaparras y más aceite de comer.

La incorporación de las alcaparras y el aceite de comer -aceite de oliva- para “componer” el chile, más bien obedece a la costumbre que prevalecía en el siglo XIX, de poner alcaparras y aceite de comer a algunos de los platillos que se servían en platón para llevarse a la mesa.

 

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EL PETRÓLEO Y SU COMBUSTIÓN EN LA ESTUFA

La era del petróleo llega a la cocina.
Armando Farga.

En los años veinte apareció la estufa de petróleo o tractolina, un puente entre el brasero de carbón y la estufa de gas. Las señoras de la casa ya no se preocuparían más, de la preparación y conservación del fuego. Las revistas femeninas fueron su principal medio de difusión, los anuncios que promocionaban su venta mencionaban que las estufas eran un aparato ecológico por el uso del petróleo como combustible además de “Con el objeto de evitar la tala inmoderada de los bosques”. Asimismo señalaban que el petróleo era el combustible del futuro. Este era procesado por las compañías: El Águila, la Huasteca Petroleum Company, la California Estándar Oil Co. y Petróleo Refinado Huasteca. Sin embargo, el uso de la estufa de petróleo no fue inmediato, este nuevo aparato tardaría en ser aceptado en las cocinas mexicanas, ya que los braseros eran parte importante de su historia culinaria.

En Puebla, las revistas Mignon, Revista de Oriente y del Comercio fueron los medios que publicitaron a las estufas como “los aparatos indispensables para una cocina funcional”. Una marca anunciada era la Boss, de “La mayor conveniencia por su excelente funcionamiento… queman tractolina o petróleo… encendido instantáneo… gran producción de calor por su perfecta gasificación… segura… consumo económico… lujosa presentación…”. También, la estufa Perfection anunciaba que el petróleo como su combustible “resultaba más barato que el carbón, sin humo, sin ceniza, sin olor, de encendido instantáneo, quemador protegido y calor regulable al gusto”-. Además, a las amas de casa en la compra de la estufa, les ofrecían gratis una demostración, un catálogo ilustrado y un recetario. Solo que todo aquello de “sin olor y sin humo” no era del todo cierto, ya que el olor que despedía la combustión del petróleo era muy desagradable y el humo impregnado en las paredes era muy pegajoso -por lo que lavar la cocina era más tedioso-. Otro problema eran las mechas de encendido, estas se quemaban rápidamente por lo que había que estarlas reponiendo constantemente, lo que representaba un gasto más. Aparte, con la estufa de petróleo en la cocina, la seguridad era muy precaria ya que los accidentes eran frecuentes puesto que el petróleo podía encenderse o explotar.

Algunas estufas de petróleo incorporaban un horno, y como este carecía de termostato, para conocer la temperatura al cocinar se recomendaba lo siguiente: “en una charola de horno poner un poco de harina extendida, meterla al horno ya caliente y cuando la harina tenga los siguientes colores: color paja en 5 minutos, es que está el horno a calor suave; color café claro en 5 minutos, es que está el horno a calor moderado; color café obscuro en 5 minutos, es que está el horno a calor fuerte; color café muy obscuro en sólo 3 minutos, es que está el horno a calor muy fuerte”.

El barrio de mi adolescencia Santiago, Puebla, era un mundo lleno de personas entrañables, una de ellas era Don Neri. Él era el dueño de la tlapalería más importante del barrio y como en las buenas tlapalerías, vendía de todo. También era el principal proveedor de petróleo, este lo tenía en grandes toneles, por lo que se requería de una bomba para servirlo al recipiente.

En 1984, a los ocupantes de la Penitenciaria de San Javier, Puebla, los trasladaron al Cerezo. Sus pertenencias se quedaron en la Penitenciaria, entre ellas, sus estufas de petróleo, las que les servían para cocinar sus alimentos y que en el Cerezo no les sería permitido tener. Evidentemente, aunque en las cocinas poblanas hacía años que estas estufas ya no se utilizaban, en ese lugar seguían siendo un objeto útil, aun después de sesenta años de su introducción a Puebla.

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BRASEROS Y FOGONES CON CARBÓN

Carbón que ha sido lumbre,
con cualquier cosita prende.

Dicho popular.

 Los fogones o braseros elevados fueron un avance tecnológico significativo, ya que su altura –a la cintura- facilitó las labores que las amas de casa realizaban en la cocina. También el uso del carbón vegetal como su combustible fue un avance importante, ya que colocando más o menos brasas se podía controlar la fuente de calor. Una ventaja más del carbón fue que proporcionó un poder calorífico mayor, lo que redundó en un gasto menor. También disminuyó la emisión de humo y ceniza, permitiendo una cocina más limpia y organizada.

 Según las dimensiones de la cocina, los fogones o braseros -construidos de ladrillo o mampostería-, podían ser largos (de pared a pared) o pequeños. Los braseros grandes podían tener hasta siete bocas de diversos tamaños; los pequeños, dos o tres. Las parrillas en forma de rejillas y hechas de fierro colado se colocaban encima de las bocas. Las grandes eran para las cazuelas, ollas, cacerolas sartenes y cazos, también para los alimentos que requerían una cocción a fuego vivo. Las bocas pequeñas se utilizaban para jarros y cacitos y para cocer a fuego lento o manso. Los braseros tenían en el frente unos orificios por los que, con el aventador -un abanico tejido con fibras vegetales de tule, palma o carrizo- se avivaba el fuego cuando era necesario. Para desahogar el humo y los vapores, arriba tenían una campana que remataba en el techo y cuyo tiro daba directamente al exterior. Ciertos braseros eran revestidos con azulejos de talavera, lujo señorial de las cocinas poblanas, otros eran pintados en color rojo de Prusia. Algunos braseros estaban protegidos con un ángulo de metal como amarre, tanto en las orillas como en las bocas. La mayoría de ellos tenía integrada la carbonera -un nicho abierto al ras del piso para colocar el carbón.

Para hacer fuego se requería del uso del ocote -una madera resinosa- y se formaba con él “una casita”; era normal que mientras el combustible encendía se produjera mucho humo. Una vez encendido el fuego había que mantenerlo vivo, conservándolo cubierto con ceniza en los intervalos entre el desayuno y la comida y entre la merienda y la cena. Por la noche, al término de las labores, el fogón se barría con una escobilla para evitar la acumulación de ceniza; no se mojaba ni se lavaba porque se enfriaba. Una manera de conservar el fuego de un día para otro era guardar el rescoldo semicubierto con ceniza para al otro día sobre el rescoldo poner carbón para avivar el fuego. El carbón más apreciado por su mayor duración era el de maderas “duras”, como el encino, álamo o fresno, de ahí cierta publicidad en la Agenda para la Familia, indispensable en todo hogar, de Carlos V. Toussaint, Puebla, 1902: “El peor frijol mexicano y el más rebelde tocino español los cuece el carbón de encino”. El carbón para el consumo diario se adquiría en los depósitos al “por mayor” -donde lo vendían en costales-, en los expendios y carbonerías, o con los vendedores ambulantes -quienes lo vendían por montón. También se podía acudir a la plazuelita del barrio de San Antonio, Puebla, donde llegaban los carboneros con sus burros cargados de leña y de carbón vegetal procedentes de los bosques de Tlaxcala y de las faldas del volcán la Malinche. No se compraba el carbón húmedo ni el viejo. En mi barrio de infancia, lugar apropiado para crecer y conocer, Don Joaquín contaba con su propia carbonería, y gustaba de llevar al domicilio de sus clientas las diferentes mercancías que vendía: carbón de bola y bofo, ocote, escobas de tule y de raíz, sopladores, escobetas, piedra pómez y tequesquite.

Hasta nuestros días, el uso del carbón como combustible sigue vigente, aunque ya solo en braseros portátiles, y principalmente en los puestos que venden antojitos. Algunas cocineras en sus casas todavía gustan de guisar en ellos, ya sea que los coloquen en el interior de la cocina o en el patio. Los usan cuando necesitan cocinar platillos que requieren de cocimiento largo como cocer la carne, sazonar el mole o cocer los frijoles. Probablemente esto se deba a que el brasero portátil les da mayor libertad de movimiento.

Hablando de mi niñez en el barrio de San Matías, mi casa era como muchas casas poblanas coloniales: una serie de habitaciones seguidas una de la otra, y todas dando al patio. Este era un patio hermosamente enlajado y en cuyo centro existía una enorme pila, que en tiempo de calor nos servía para refrescarnos y jugar dentro de ella. En este patio jugábamos a “la comidita” con mi mamá (Arabela Torres Monterrubio) improvisando una cocina: con una sábana sobre los tendederos hacíamos una sombra y en el piso poníamos un petate. Mi mamá preparaba la comida en pequeñas cazuelitas sobre un braserito de lámina, usando el carbón como combustible. Se pueden imaginar la impaciencia de nosotros por degustar los deliciosos platillos que ella preparara, En ese entonces éramos siete hermanos: Lucy, yo, Elo, Pily, Susi, Miguel y Efrain, -Mari nació después en otra casa- más algún primo o prima que temporalmente viviera con nosotros. Esta “comidita” era servida en los trastecitos que Los Reyes Magos nos traían, por lo que las porciones eran muy pequeñas.

También en esta casa, en una esquina del patio y olvidada por todos, estaba mi propia cocina. Era muy especial, estaba desocupada y, por lo tanto, solo existía espacio, luz y fogón. La puerta de entrada era de madera y al fondo estaba el fogón con sus dos hornillas de fierro y su carbonera. Arriba del fogón estaba la ventana, por la que entraba la luz matinal (en verdad luz mágica ya que era capaz de transformar todo el entorno): el sólido fogón cobraba vida con su color rojo carmesí, las parrillas de fierro negro se veían esbeltas y brillantes y la carbonera de suave textura cálida y acogedora. Para mantener la cocina limpia echaba cubetadas de agua e inmediatamente el fogón denotaba su presencia por su delicioso olor a barro mojado. Algunas veces entraban a mi cocina visitantes molestos: unos gatos atrevidos que sin ningún reparo querían adueñarse de ella, inmediatamente los echaba fuera a escobazos. También en esta cocina ponía a los pajaritos muertos que encontraba en el patio. Invitaba a mis hermanas a que los enterráramos, les hacíamos pequeños montículos de arena y les poníamos flores; después, las hormigas que larga procesión entraban a la cocina, se encargaban de desaparecer sus restos. Esta cocina con su fogón fue de los mejores lugares de mi infancia, estar dentro de ella me proporcionaba paz y tranquilidad.

Y para continuar con el tema del carbón, no puede faltar la “Canción del Carbonero”, compuesta en los años veinte y del dominio popular. Canción especialmente preparada para el blog con el arreglo musical, voz y guitarra de Carlos Arellano y con la interpretación de Claudia Mendoza.

El primer amor que tenga ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
El primer amor que tenga, ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
Y aunque ande todo chorreado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Pero cargando dinero.

 

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EL FUEGO CON LEÑA EN LAS COCINAS DE HUMO

El amor del hombre pobre es inoportuno,
es como la leña verde: llena la cocina de humo.
Anónimo. Coplas de amor del folklore mexicano.

En la casa mexicana el hogar o tlecuilli se formaba con tres piedras redondas sobre el piso, y dejando un hueco en el centro para acomodar la leña que causaría el fuego. Sobre estas piedras se colocaba el comal o las vasijas para cocinar. El tlecuilli se improvisaba al ras del piso y en cualquier parte: en el campo, el patio o en un cuarto especial llamado “cocina de humo”. La leña consumida generalmente eran ramas y hojas de los árboles de la región, aunque también se usaban las pencas de maguey y los olotes. Igualmente el chinamite -que es la vara que queda de la milpa al terminar la cosecha-, el zacomite -que es la raíz- y el totomoxtle -las hojas que no servían para envolver-, solo que estos ahumaban mucho.

Dentro de la casa y para cocinar, muy temprano se prendía el fuego, que una vez prendido, había que mantenerlo durante todo el todo día para que se prepararan los alimentos según los tiempos. Como la leña producía una llama amplia y descontrolada y despedía una gran cantidad de humo, el lugar destinado para cocinar era llamado “cocina de humo” ya que sus paredes siempre estaban llenas de él.

Después el espacio culinario fue cambiando, con un hogar de piedra o de ladrillo adosado a la pared o al centro de la cocina, encima del cual estaban los calderos sostenidos por los llares, siendo la leña todavía su combustible.

Algunas casas en su cocina tenían una estufa de hierro niquelado en la que se cocinaba con leña. Esta se colocaba en una charola metálica situada en la parte inferior y, desde ahí, el calor irradiaba hacia las hornillas que llevaban una ó varías planchas circulares que servían para graduar el calor. Además, tenían un tubo o chimenea conectado al exterior por donde se expelía el humo producido por la combustión de la leña. Estas estufas eran traídas a México de Estados Unidos, pues ningún otro país produjo tal cantidad y variedad de estufas.

Mi abuela Aurora tenía “cocina de humo”; estaba al final de la casa y era el dominio de Panchita, la mujer que le ayudaba en los quehaceres de la casa. En esta cocina Panchita hervía el chile, cocía los frijoles en olla de barro, preparaba el nixtamal y echaba las tortillas. A este cuarto no nos dejaban acercar por el temor de que nos fuéramos a quemar, y como para llegar a ella había que pasar por el árbol de mora que tenía grandes azotadores, (una oruga o gusano urticante) pues ese lugar no era de nuestras andanzas. De esta cocina recuerdo, además de las paredes ahumadas, el olor a leña y ocote, el del chile hirviendo que nos provocaba tanta tos y el de los frijoles cociéndose en olla de barro   -olor anuncio de que estos frijoles nos serían servidos directamente de la olla y que comeríamos con unas tortillas de mano recién hechas-.

Afortunadamente, y a pesar de los muchos cambios de nuestros días, el fogón de tres piedras para cocinar o tlecuilli, sigue presente en la cocina de varios hogares mexicanos. Sus usuarias -las cocineras-, los han modificado de acuerdo a sus posibilidades y necesidades. La cocina de Doña Catalina Cuautle Meza, en San Andrés Cholula, Puebla, goza del privilegio de contar con esta tecnología tradicional, especialmente usando el tlecuilli para “echar tortillas”. Para ella, su cocina constituye el lugar más importante de reunión familiar.

Mujeres en “Cocina de humo”, ca. 1940. Autor desconocido, Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Mujeres en “Cocina de humo”, ca. 1940. Autor desconocido, Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Mujer echando tortillas, el tlecuilli sobre el piso. Pastel sobre albanene. Autor desconocido, colección familiar.

Mujer echando tortillas, el tlecuilli sobre el piso. Pastel sobre albanene. Autor desconocido, colección familiar.

Doña Cata Cuautle echando tortillas, el tlecuilli sobre una base. Fotógrafo José Loreto Morales.

Doña Catalina Cuautle echando tortillas. 2015, Fotógrafo José Loreto Morales.

Tlecuilli con comal de barro sobre una base. Fotógrafo José Loreto Morales.

Tlecuilli con comal de barro sobre una base. 2015, Fotógrafo José Loreto Morales.

Brasero de lámina con leña como combustible para el fuego, Guatemala. 2110, Fotógrafa Lilia Martínez.

Brasero de lámina con leña como combustible para el fuego, Guatemala. 2110, Fotógrafa Lilia Martínez.

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