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ESCRITURA Y ESTILO: VAJILLAS, CUBERTERÍA Y MANTELERÍA CON MONOGRAMAS

En las sociedades antiguas, la educación de las niñas se concibió
durante mucho tiempo con inclusión del aprendizaje de la lectura,
pero no de la escritura, inútil y peligrosa para su sexo.
Castan, Lebrun y Chartier, Historia de la vida privada, 1986.

Este artículo surgió por el interés de conocer más sobre la escritura inserta en las diversas piezas que para el servicio del comedor -vajillas, cubertería y mantelería- he reunido a lo largo de los años. Interés siempre desde mi matiz como coleccionista. También, en cierto sentido, por mi pasión por el diseño y su relación con la palabra escrita.

Mis experiencias previas acerca de la escritura enriquecieron esta búsqueda, encaminada a descubrir por qué se especificaba en los objetos. Por ejemplo, cursé la primaria en una escuela de niñas, donde un requisito para todas las alumnas era la excelente caligrafía. Sin embargo, yo no entraba en ese gran grupo, pues según mi maestras mi escritura no era idónea, así que tuvieron a bien dejarme días y días sin recreo para que yo “aprovechara” el tiempo en practicar la caligrafía en esos infaltables cuadernos de doble raya. Todo fue inútil, mi letra -ni cursiva ni garigoleada- nunca cambió. Solo escribí “bien” cuando cambiaron la letra de manuscrita a tipo script. Otra experiencia que definió la importancia que le daba a la escritura fue relacionada con las tareas escolares. Las primeras cuatro hermanas teníamos poca diferencia de edad, por lo que llegamos a ir a la primaria todas al mismo tiempo. De los útiles escolares infaltables en nuestra mochila eran el manguillo, las plumillas, el tintero y la tinta china marca Stafford, todo para practicar las innumerables páginas de caligrafía que nos dejaban de tarea. En la casa hacíamos estas tareas en la mesa de comedor, y aunque mi mamá nos recomendaba quitar el mantel no siempre lo hacíamos, así que esos fueron los años de manteles con manchas azuladas para su gran molestia; todo por ejercitar  la escritura. Hoy día, la escritura sigue siendo importante para mí -he aquí el blog- y además, el acto de escribir sigue relacionado con mi familia, ya que antes de publicar las entradas, mi hija Carolina Rojano Martínez con sabiduría, paciencia y dedicación, hace la corrección de estilo del texto.  Dicho antes, mi amor y agradecimiento a ella. En mi libro Casa Poblana. El escenario de la memoria personal, mi querida hermana María del Pilar Martínez Torres, igualmente ella hizo la corrección de estilo, mil gracias por ello.

La escritura es la forma más perecedera de la comunicación. En las artes de la escritura se crearon sus cualidades y características, sus modelos y reglas, orientaciones y maneras de ejecutar el trazado. Igualmente, los métodos de su aprendizaje fueron múltiples,  con ellos varias generaciones aprenderían a escribir.

Una letra legible y uniforme podía convertirse en un empleo: escribientes y secretarios que ejercían su oficio en público y en privado. En ellos y sus herramientas -pluma y tintero- la escritura encontró su cauce natural. También cartillas y muestrarios fueron tratados imprescindibles para aprender la forma que debían tener las letras para “instruirse en todo género de escrituras con belleza y dedicación” –objetos hoy admirados y deseados por los coleccionistas.

Una magnificencia de la escritura ha sido la caligrafía: el arte de la representación mediante trazos estilizados que forman letras recargadas y llenas de adornos. Originalmente, la caligrafía solo se usaba para documentos oficiales.

Ya con el dominio de la escritura, el hombre amplió su espectro de comunicación usándola de manera más personal, esto es, creó monogramas para colocarlos en su ropa y objetos personales. El procedimiento clásico para crearlos era tomar dos o más letras –generalmente las iniciales del nombre y apellido- y enlazarlas de forma muy estilizada creando así un dibujo o figura. Este elemento de individualización llegó a estar inspirado por el afán de diferenciarse de los demás. No solo reflejaba la evolución de los usos de la escritura, sino también acababa siendo el reflejo de las características de su propietario.

Los monogramas añadían valor a los objetos. En las casas de familia, y para la complacencia de sus dueños, se utilizaban como función de enlace para recalcar la relación de los cónyuges y expresar el sentido de ligazón indestructible de la relación. También de la imposibilidad de “salir de ello”, ya que era la combinación de sus iniciales enlazadas íntimamente y puestas sobre los objetos más valiosos de su pertenencia.

Estos monogramas eran diseñados por anónimos artistas creativos cuya obra iba más allá del aspecto mecánico de ser meros transcriptores de signos sobre objetos, ya que sus composiciones resultaban ser verdaderas obras de arte. Así, los monogramas quedarían colocados en los objetos de la casa donde lucirían más: vajillas, cristalería, cubertería y mantelería, lo que le permitía a la familia proyectar sus intereses de grupo, de clase y su nivel de gustos.

Con todo esto vemos que los objetos con monogramas formaban parte importante de la vida de sus poseedores porque les permitía relacionarse con su sociedad. Viéndolos así, estos objetos cifrados esconden las piezas del rompecabezas del ser humano, ya que conforman parte de la historia de la civilización misma.

De la caligrafía y el diseño se configuran nuevas formas propias de la mantelería: los monogramas. “Mientras más rico y refinado era el anfitrión más ricos eran los tejidos con los que se confeccionaban los manteles; el algodón, el lino, las sedas, los brocados, los damascos, los lienzos con hilos de oro y plata eran comunes sobre las mesas de los poderosos.” Anina Jimeno Jaén.

El monograma de una persona es algo exclusivo, refiere a la individualidad inmersa esta, en un amplio panorama de historia cul­tural.

Elegir cierto tipo de diseño de letras para este monograma, probablemente se basó en tener en cuenta las sutiles relaciones entre cada una de ellas y el objeto mismo.

Poner en orden el mundo de la palabra escrita, en los distintos periodos de la historia de la escritura

24 letras del abecedario. Viñeta de la Biblioteca de la Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

24 letras del abecedario. Viñeta de la Biblioteca de la Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Los trazos más bellos de la caligrafía en el monograma: un conjunto de letras muy estilizadas enlazadas íntimamente.

Álbum de diseños para trabajos de damas. Ecos manuscritos de mundos que ya no existen. Muestrario de tipografía. Objets Echantillonnés sur: drap, peluche, satin, etc. Pour Coussins, Ecrans, Tapis, Sachets, Etc. Paris.

Muestrario. Biblioteca de la Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Muestrario. Biblioteca de la Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

La belleza de los monogramas, desde las simples formas hasta los más sofisticados recursos tipográficos, expresan algo preciso en estas piezas: el deseo de trascender.

En las vajillas, es el monograma el que fija la palabra, misma que se repite incesantemente en tanto el número de piezas sean, de tal suerte que ya no es la palabra lo que queda, sino la ideología. En la “Agenda para la familia” de 1898, está el anuncio de la “Gran Cristalería Nacional” de Juan M. Dupont que muestra como los fabricantes describían las características y costos de las piezas: “Vajillas loza del país banda y oro y nombre 87 piezas $30.00 cs. Importaciones de todas partes del mundo. Loza inglesa garantizada, modelos los más nuevos. Gran Taller de pinturas sobre Loza y Porcelana”.

Anuncio en la “Agenda para la Familia” editada en Puebla por Carlos V. Toussaint.

Anuncio en la “Agenda para la Familia” editada en Puebla por Carlos V. Toussaint.

Azucarera de porcelana con el monograma “HBL”. Colección Familia RojanoMartínez. 2015, Fotógrafa Lilia Martínez.

Azucarera de porcelana con el monograma “HBL”. Colección Familia RojanoMartínez. 2015, Fotógrafa Lilia Martínez.

La escritura manuscrita en una de las áreas donde se desarrolló, en los recetarios de cocina, los siglos XVIII, XIX y principios de los XX, fueron los de su mayor auge.

Recetario manuscrito de cocina de Lilia Martínez, formado en 1971. Colección Familia RojanoMartínez.

Recetario manuscrito de cocina de Lilia Martínez, formado en 1971. Colección Familia RojanoMartínez.

tenedor

BRASEROS Y FOGONES CON CARBÓN

Carbón que ha sido lumbre,
con cualquier cosita prende.

Dicho popular.

 Los fogones o braseros elevados fueron un avance tecnológico significativo, ya que su altura –a la cintura- facilitó las labores que las amas de casa realizaban en la cocina. También el uso del carbón vegetal como su combustible fue un avance importante, ya que colocando más o menos brasas se podía controlar la fuente de calor. Una ventaja más del carbón fue que proporcionó un poder calorífico mayor, lo que redundó en un gasto menor. También disminuyó la emisión de humo y ceniza, permitiendo una cocina más limpia y organizada.

 Según las dimensiones de la cocina, los fogones o braseros -construidos de ladrillo o mampostería-, podían ser largos (de pared a pared) o pequeños. Los braseros grandes podían tener hasta siete bocas de diversos tamaños; los pequeños, dos o tres. Las parrillas en forma de rejillas y hechas de fierro colado se colocaban encima de las bocas. Las grandes eran para las cazuelas, ollas, cacerolas sartenes y cazos, también para los alimentos que requerían una cocción a fuego vivo. Las bocas pequeñas se utilizaban para jarros y cacitos y para cocer a fuego lento o manso. Los braseros tenían en el frente unos orificios por los que, con el aventador -un abanico tejido con fibras vegetales de tule, palma o carrizo- se avivaba el fuego cuando era necesario. Para desahogar el humo y los vapores, arriba tenían una campana que remataba en el techo y cuyo tiro daba directamente al exterior. Ciertos braseros eran revestidos con azulejos de talavera, lujo señorial de las cocinas poblanas, otros eran pintados en color rojo de Prusia. Algunos braseros estaban protegidos con un ángulo de metal como amarre, tanto en las orillas como en las bocas. La mayoría de ellos tenía integrada la carbonera -un nicho abierto al ras del piso para colocar el carbón.

Para hacer fuego se requería del uso del ocote -una madera resinosa- y se formaba con él “una casita”; era normal que mientras el combustible encendía se produjera mucho humo. Una vez encendido el fuego había que mantenerlo vivo, conservándolo cubierto con ceniza en los intervalos entre el desayuno y la comida y entre la merienda y la cena. Por la noche, al término de las labores, el fogón se barría con una escobilla para evitar la acumulación de ceniza; no se mojaba ni se lavaba porque se enfriaba. Una manera de conservar el fuego de un día para otro era guardar el rescoldo semicubierto con ceniza para al otro día sobre el rescoldo poner carbón para avivar el fuego. El carbón más apreciado por su mayor duración era el de maderas “duras”, como el encino, álamo o fresno, de ahí cierta publicidad en la Agenda para la Familia, indispensable en todo hogar, de Carlos V. Toussaint, Puebla, 1902: “El peor frijol mexicano y el más rebelde tocino español los cuece el carbón de encino”. El carbón para el consumo diario se adquiría en los depósitos al “por mayor” -donde lo vendían en costales-, en los expendios y carbonerías, o con los vendedores ambulantes -quienes lo vendían por montón. También se podía acudir a la plazuelita del barrio de San Antonio, Puebla, donde llegaban los carboneros con sus burros cargados de leña y de carbón vegetal procedentes de los bosques de Tlaxcala y de las faldas del volcán la Malinche. No se compraba el carbón húmedo ni el viejo. En mi barrio de infancia, lugar apropiado para crecer y conocer, Don Joaquín contaba con su propia carbonería, y gustaba de llevar al domicilio de sus clientas las diferentes mercancías que vendía: carbón de bola y bofo, ocote, escobas de tule y de raíz, sopladores, escobetas, piedra pómez y tequesquite.

Hasta nuestros días, el uso del carbón como combustible sigue vigente, aunque ya solo en braseros portátiles, y principalmente en los puestos que venden antojitos. Algunas cocineras en sus casas todavía gustan de guisar en ellos, ya sea que los coloquen en el interior de la cocina o en el patio. Los usan cuando necesitan cocinar platillos que requieren de cocimiento largo como cocer la carne, sazonar el mole o cocer los frijoles. Probablemente esto se deba a que el brasero portátil les da mayor libertad de movimiento.

Hablando de mi niñez en el barrio de San Matías, mi casa era como muchas casas poblanas coloniales: una serie de habitaciones seguidas una de la otra, y todas dando al patio. Este era un patio hermosamente enlajado y en cuyo centro existía una enorme pila, que en tiempo de calor nos servía para refrescarnos y jugar dentro de ella. En este patio jugábamos a “la comidita” con mi mamá (Arabela Torres Monterrubio) improvisando una cocina: con una sábana sobre los tendederos hacíamos una sombra y en el piso poníamos un petate. Mi mamá preparaba la comida en pequeñas cazuelitas sobre un braserito de lámina, usando el carbón como combustible. Se pueden imaginar la impaciencia de nosotros por degustar los deliciosos platillos que ella preparara, En ese entonces éramos siete hermanos: Lucy, yo, Elo, Pily, Susi, Miguel y Efrain, -Mari nació después en otra casa- más algún primo o prima que temporalmente viviera con nosotros. Esta “comidita” era servida en los trastecitos que Los Reyes Magos nos traían, por lo que las porciones eran muy pequeñas.

También en esta casa, en una esquina del patio y olvidada por todos, estaba mi propia cocina. Era muy especial, estaba desocupada y, por lo tanto, solo existía espacio, luz y fogón. La puerta de entrada era de madera y al fondo estaba el fogón con sus dos hornillas de fierro y su carbonera. Arriba del fogón estaba la ventana, por la que entraba la luz matinal (en verdad luz mágica ya que era capaz de transformar todo el entorno): el sólido fogón cobraba vida con su color rojo carmesí, las parrillas de fierro negro se veían esbeltas y brillantes y la carbonera de suave textura cálida y acogedora. Para mantener la cocina limpia echaba cubetadas de agua e inmediatamente el fogón denotaba su presencia por su delicioso olor a barro mojado. Algunas veces entraban a mi cocina visitantes molestos: unos gatos atrevidos que sin ningún reparo querían adueñarse de ella, inmediatamente los echaba fuera a escobazos. También en esta cocina ponía a los pajaritos muertos que encontraba en el patio. Invitaba a mis hermanas a que los enterráramos, les hacíamos pequeños montículos de arena y les poníamos flores; después, las hormigas que larga procesión entraban a la cocina, se encargaban de desaparecer sus restos. Esta cocina con su fogón fue de los mejores lugares de mi infancia, estar dentro de ella me proporcionaba paz y tranquilidad.

Y para continuar con el tema del carbón, no puede faltar la “Canción del Carbonero”, compuesta en los años veinte y del dominio popular. Canción especialmente preparada para el blog con el arreglo musical, voz y guitarra de Carlos Arellano y con la interpretación de Claudia Mendoza.

El primer amor que tenga ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
El primer amor que tenga, ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
Y aunque ande todo chorreado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Pero cargando dinero.

 

tenedor