Tag Archives: Casa de las Diligencias

BRASEROS Y FOGONES CON CARBÓN

Carbón que ha sido lumbre,
con cualquier cosita prende.

Dicho popular.

 Los fogones o braseros elevados fueron un avance tecnológico significativo, ya que su altura –a la cintura- facilitó las labores que las amas de casa realizaban en la cocina. También el uso del carbón vegetal como su combustible fue un avance importante, ya que colocando más o menos brasas se podía controlar la fuente de calor. Una ventaja más del carbón fue que proporcionó un poder calorífico mayor, lo que redundó en un gasto menor. También disminuyó la emisión de humo y ceniza, permitiendo una cocina más limpia y organizada.

 Según las dimensiones de la cocina, los fogones o braseros -construidos de ladrillo o mampostería-, podían ser largos (de pared a pared) o pequeños. Los braseros grandes podían tener hasta siete bocas de diversos tamaños; los pequeños, dos o tres. Las parrillas en forma de rejillas y hechas de fierro colado se colocaban encima de las bocas. Las grandes eran para las cazuelas, ollas, cacerolas sartenes y cazos, también para los alimentos que requerían una cocción a fuego vivo. Las bocas pequeñas se utilizaban para jarros y cacitos y para cocer a fuego lento o manso. Los braseros tenían en el frente unos orificios por los que, con el aventador -un abanico tejido con fibras vegetales de tule, palma o carrizo- se avivaba el fuego cuando era necesario. Para desahogar el humo y los vapores, arriba tenían una campana que remataba en el techo y cuyo tiro daba directamente al exterior. Ciertos braseros eran revestidos con azulejos de talavera, lujo señorial de las cocinas poblanas, otros eran pintados en color rojo de Prusia. Algunos braseros estaban protegidos con un ángulo de metal como amarre, tanto en las orillas como en las bocas. La mayoría de ellos tenía integrada la carbonera -un nicho abierto al ras del piso para colocar el carbón.

Para hacer fuego se requería del uso del ocote -una madera resinosa- y se formaba con él “una casita”; era normal que mientras el combustible encendía se produjera mucho humo. Una vez encendido el fuego había que mantenerlo vivo, conservándolo cubierto con ceniza en los intervalos entre el desayuno y la comida y entre la merienda y la cena. Por la noche, al término de las labores, el fogón se barría con una escobilla para evitar la acumulación de ceniza; no se mojaba ni se lavaba porque se enfriaba. Una manera de conservar el fuego de un día para otro era guardar el rescoldo semicubierto con ceniza para al otro día sobre el rescoldo poner carbón para avivar el fuego. El carbón más apreciado por su mayor duración era el de maderas “duras”, como el encino, álamo o fresno, de ahí cierta publicidad en la Agenda para la Familia, indispensable en todo hogar, de Carlos V. Toussaint, Puebla, 1902: “El peor frijol mexicano y el más rebelde tocino español los cuece el carbón de encino”. El carbón para el consumo diario se adquiría en los depósitos al “por mayor” -donde lo vendían en costales-, en los expendios y carbonerías, o con los vendedores ambulantes -quienes lo vendían por montón. También se podía acudir a la plazuelita del barrio de San Antonio, Puebla, donde llegaban los carboneros con sus burros cargados de leña y de carbón vegetal procedentes de los bosques de Tlaxcala y de las faldas del volcán la Malinche. No se compraba el carbón húmedo ni el viejo. En mi barrio de infancia, lugar apropiado para crecer y conocer, Don Joaquín contaba con su propia carbonería, y gustaba de llevar al domicilio de sus clientas las diferentes mercancías que vendía: carbón de bola y bofo, ocote, escobas de tule y de raíz, sopladores, escobetas, piedra pómez y tequesquite.

Hasta nuestros días, el uso del carbón como combustible sigue vigente, aunque ya solo en braseros portátiles, y principalmente en los puestos que venden antojitos. Algunas cocineras en sus casas todavía gustan de guisar en ellos, ya sea que los coloquen en el interior de la cocina o en el patio. Los usan cuando necesitan cocinar platillos que requieren de cocimiento largo como cocer la carne, sazonar el mole o cocer los frijoles. Probablemente esto se deba a que el brasero portátil les da mayor libertad de movimiento.

Hablando de mi niñez en el barrio de San Matías, mi casa era como muchas casas poblanas coloniales: una serie de habitaciones seguidas una de la otra, y todas dando al patio. Este era un patio hermosamente enlajado y en cuyo centro existía una enorme pila, que en tiempo de calor nos servía para refrescarnos y jugar dentro de ella. En este patio jugábamos a “la comidita” con mi mamá (Arabela Torres Monterrubio) improvisando una cocina: con una sábana sobre los tendederos hacíamos una sombra y en el piso poníamos un petate. Mi mamá preparaba la comida en pequeñas cazuelitas sobre un braserito de lámina, usando el carbón como combustible. Se pueden imaginar la impaciencia de nosotros por degustar los deliciosos platillos que ella preparara, En ese entonces éramos siete hermanos: Lucy, yo, Elo, Pily, Susi, Miguel y Efrain, -Mari nació después en otra casa- más algún primo o prima que temporalmente viviera con nosotros. Esta “comidita” era servida en los trastecitos que Los Reyes Magos nos traían, por lo que las porciones eran muy pequeñas.

También en esta casa, en una esquina del patio y olvidada por todos, estaba mi propia cocina. Era muy especial, estaba desocupada y, por lo tanto, solo existía espacio, luz y fogón. La puerta de entrada era de madera y al fondo estaba el fogón con sus dos hornillas de fierro y su carbonera. Arriba del fogón estaba la ventana, por la que entraba la luz matinal (en verdad luz mágica ya que era capaz de transformar todo el entorno): el sólido fogón cobraba vida con su color rojo carmesí, las parrillas de fierro negro se veían esbeltas y brillantes y la carbonera de suave textura cálida y acogedora. Para mantener la cocina limpia echaba cubetadas de agua e inmediatamente el fogón denotaba su presencia por su delicioso olor a barro mojado. Algunas veces entraban a mi cocina visitantes molestos: unos gatos atrevidos que sin ningún reparo querían adueñarse de ella, inmediatamente los echaba fuera a escobazos. También en esta cocina ponía a los pajaritos muertos que encontraba en el patio. Invitaba a mis hermanas a que los enterráramos, les hacíamos pequeños montículos de arena y les poníamos flores; después, las hormigas que larga procesión entraban a la cocina, se encargaban de desaparecer sus restos. Esta cocina con su fogón fue de los mejores lugares de mi infancia, estar dentro de ella me proporcionaba paz y tranquilidad.

Y para continuar con el tema del carbón, no puede faltar la “Canción del Carbonero”, compuesta en los años veinte y del dominio popular. Canción especialmente preparada para el blog con el arreglo musical, voz y guitarra de Carlos Arellano y con la interpretación de Claudia Mendoza.

El primer amor que tenga ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
El primer amor que tenga, ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
Y aunque ande todo chorreado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Pero cargando dinero.

 

tenedor