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ESTAMOS CELEBRANDO EL PRIMER AÑO DEL BLOG COCINA CINCO FUEGOS

Los cinco fuegos, este resguardo de memorias que Lilia Martínez 
empezará a construir seguramente con el auxilio de muchos de nosotros,
será, por lo que ella nos ha dejado ver en su texto con el que arranca
 este portal de historias de cocina, un espejo de todas nuestras mesas.
  Sergio Mastretta, Presentación del Blog Los cinco fuegos, 2015.

Estamos de manteles largos celebrando que, el 10 de agosto, cumplimos ya, un año de estar con Ustedes gracias al blog. Este formato de la realidad virtual se ha convertido en una herramienta más para acercarse a los lectores, para así, poder compartir nuestras historias de la vida cotidiana. En mi caso, mis vivencias y conocimientos acerca de la comida, cocina y comedor.

La gran fiesta del lanzamiento fue el 20 de agosto de 2015 -diez días después de la publicación de la primera entrada-, en Profética. Casa de Lectura un lugar que, para nosotros los poblanos, es “La Casa de todos” gracias a la impecable anfitrionía de José Luis Escalera, -gran promotor de la cultura en Puebla.

La presentación del blog estuvo a cargo de Sergio Mastretta, Noé Domínguez y Pepe Flores, y contamos con una gran asistencia de público: familia, amigos y tertulianos de Profética.

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Aquí, les presento el hermosísimo texto que, para la ocasión, preparó Sergio Mastretta:

LA MEMORIA SE ACERCA A TODOS LOS FUEGOS.

Sergio Mastretta

  • “La historia de todos nosotros pasa por la cocina. En ella corre la vida, y va con la certeza amorosa de quien enciende el fuego para preparar la comida.
  • Estas, las de Lilia Martínez y Torres, serán historias asociadas a los sabores, las palabras y los cuerpos. La mesa en los preliminares del amor. La sobremesa para vislumbrar que todavía será posible una mayor exaltación de los sentidos.
  • Todos venimos del encuentro de los cuerpos, pero somos producto de la conversación inagotable con la que las mujeres gobiernan el mundo.
  • Porque de conversaciones están hechas las recetas.
  • Y de escenas que cada cocina guarda, que en cada mesa se sirven. Muchas de ellas las veremos desde el archivo de la fototeca Lorenzo Becerril. Y por ellas, cada quien empezará a recordar sus propias historias.
  • Las Imágenes asociadas en la memoria brotan fáciles: un mediodía de 1961 en la casa de la 15 Sur en el barrio de Santiago; en el centro de la cocina la mesa con patas de latón y plancha de granito en la que Margarita, la lozana muchacha de Quecholac, la imagen más fiel que tengo de nuestra patria morena, prepara una salsa roja; en el comal vemos rebotar los jitomates, escuchamos el quejido de la piel que se tuesta y luego la piedra que canta en el molcajete cuando sus manos muelen los chilitos toreados. Ella se distrae, y yo, que nada sé del mal de amores que la embarga, no entiendo sus lágrimas, y juego con los jitomates saltarines ocultos en los cristalinos ojos de mis seis años.
  • En la esquina de la 15 con la 11 Poniente está todavía la casa que construyó mi abuelo en 1925. Y su fresno enorme junto al frontón, y el árbol de nísperos. Ahí está mi abuela Mané, la veo abrir la pesada puerta de su refrigerador comprado en 1950. ¿Era un Philco o un Kelvinator? Qué más da si de él ha sacado las frituras de manzana que preparó de regreso del mercado de la Victoria por la mañana. Es martes, tal vez de un septiembre de 1972, y ahí estamos a mediodía para comer con ella los Mastretta Guzmán que vivimos en Puebla. Mi mamá y yo. Mis hermanos estudian en México y regresarán hasta el fin de semana. Comemos los siete platillos que prepara mi Mané como si intentara alimentar a un desvalido. Devoro los chayotes horneados y gratinados, la única manera, hasta la fecha, en que soy capaz de comer a esos espeluznantes erizos. Me reservo un hueco para los frijoles negros refritos, sazonados con hoja de aguacate, y los plátanos machos. Para los postres ya no puedo hablar, ya no escucho nada, pero sí la veo sonreír desde su silla de ruedas.
  • Tiene la misma sonrisa del día de su boda, allá en Teziutlán en 1920, luego de un noviazgo poco arrebatado por el resguardo en que la tuvo la bisabuela Sauri. Meses enteros de plática desde el balcón, con un tempranero “hasta mañana, doctor” con el que lo despide la campechana abuela Sauri; meses más largos todavía de entrevistas en la sala, nunca en el mismo sillón sentados, y bajo la vigilancia de la Sauri que no le quita de encima la vista a la hija desde la otra recámara. Las imagino a las dos una mañana, atentas en la cocina a la composición de las frituras de fruta; por fin se sentará a la mesa ya como novio invitado Sergio Guzmán, el sacamuelas que recorre en motocicleta Indian el lomerío caliente totonaco, allá abajo, muy lejos de las nubes y el chipi chipi eterno de la perla de la Sierra; María Luisa cierne la harina, la levadura, el azúcar; ya ha batido muy bien los huevos y ya revuelve en un tazón los ingredientes con la leche, poco a poco, como se amasa el cuerpo amado que pronto será el de su marido. Piensa en ello cuando agrega los plátanos magníficos que traen de Tlapacoya. Sus ojos refulgen con la ralladura de limón, pero se concentra con las claras batidas a punto de turrón. Ten cuidado ahí, dice la abuela Sauri, nada más las vas envolviendo… Y ella imagina, sueño yo, que son sus manos las que envuelven la espalda de su marido. Yo regreso a mi mesa de 1972: veo los ojos socarrones de Mané cincuenta años después. Y sonrío, lleno, pleno de las frituras de la abuela.
  • Papá ha regresado del trabajo a las dos en punto. Como estoy en quinto de primaria y es el año 1965, estoy en casa para escuchar su silbidito. Luego sigo sus pasos que persiguen los aromas hasta la cocina. La pasta la trajo papá desde lo que quedó de su vida en Italia, desde lo que quedó de esa sufrida tierra europea, cuando regresó de la guerra. Ahora lo veo en la cocina pescar con un tenedor un hilo de espaguetti, para cortarlo y buscar el punto blanco en su medio. Al dente, nos ha dicho mil veces. Mamá interviene sin decir pío para rescatar su pasta del interventor marido, ella mejor lo azota, al espaguetti, contra los mosaicos relucientes, y si se pega, de inmediato apaga el fuego y echa un ojo al hervor de la salsa. El espaguetti rojo es el orgullo nunca dicho de mi papá, ella lo sabe, y hace mucho que aprendió sus pequeños secretos: la mantequilla y el aceite de oliva con la cebolla finísimamente picada, con la zanahoria y el tallo también picaditos, y la lumbre no muy fuerte, con atención total hasta que alcanzan el color dorado –lo sé bien, un descuido y la cebolla se te quema; luego la albahaca y la mitad del tomate molido y colado y la otra mitad pelada, sin semillas y picada; un poco de pimienta, una pizca de azúcar y una taza de agua. Y entonces, al fuego, muy suave, y ponte a hacer otras cosas, porque esa salsa a gritos te pide tiempo. El tiempo corre suave en casa este mediodía en la ciudad provinciana, como el fuego que no impacienta el centenario sazón rojo de la salsa italiana.
  • Es 1965. Y no hay manera de conseguir un vino de los campos dorados de Stradella, el pueblo de los abuelos, la tierra en guerra en la que mi papá dejara su juventud pero en la que no olvidó para mamá la memoria de su salsa.
  • Todas las primas nacidas de la familia Yanes Abaroa pasaron por la receta del Niño Envuelto de la abuela Chave. Para el panqué, las seis cucharadas de harina, las seis de azúcar y los seis huevos, con las claras a punto de turrón y las yemas añadidas una a una, y una a una las cucharadas de harina; y la charola forrada con papel encerado, engrasado y enharinado, pues la mezcla se pega fácilmente; al horno veinte minutos; luego lo volteas sobre una servilleta húmeda rociada con azúcar y con ella lo enrollas y esperas un ratito, lo desenrollas, le pones la crema y lo vuelves a enrollar para dejarlo reposar en un platón.
  • Y así de detallado el sendero para la crema y el betún. Pero las primas Yanes, en el punto de meter al niño envuelto en el horno, siempre se toparon con un misterio: “Cortar cinco centímetros en cada extremo”. Todas las primas Yanes, católicas muy creyentes –aunque muy capaces del divorcio, hay que decirlo—así lo hicieron, mutilaban con rigor al niño, pero cada una guardaba para sí el interrogante que por años se ahorraron de hacer a sus madres: “¿Y por qué se tiene que cortar cinco centímetros en cada extremo del Niño Envuelto?”
  • Las nietas de Chave crecieron a sus propios hijos. Todos, ellas y ellos, sus maridos, los que se fueron y los nuevos que llegaron, felices, se comieron hasta el último chupete de betún decenas de niños envueltos. Nunca vieron a la abuela Chave llegar al punto de meter a uno de esos niños al horno: con sus dos manos al frente se plantaba frente a la estufa para medir el ancho de la puerta de entrada al infiernillo, y así, como si fuera a enrollar el estambre de sus tejidos, regresaba sobre la masa enrollada. Y muy diligente, le cortaba en cada lado cinco centímetros. Y seguramente sonreía al pensar en sus fervorosas y leales nietas.
  • De voz en voz, de receta en receta, las familias construyen sus vidas contándose historias y trasmitiendo sus recetas. Mamá guardó para el final de su recetario, y bajo el título “Azúcar”, los postres. Y, caray, es el suyo un homenaje a las mujeres reposteras de la familia. Van los nombres y sus creadoras:
  • Pastel de los ocho huevos, de mi abuela Mané, igual que su Gelatina de Naranja, su pastel de chocolate, las chanclas, las Galletas de Nuez y Coco y el Lemon Divinity Pie; el relleno de limón para pastel, de mi mamá, Ángeles Guzmán, con sus Buñuelos de molde y sus Galletas de Chocolate, y la Carlota de Moca, la Nieve de Naranja  y el Dulce de Coco;  el Ponche romano, las Hojuelas, los Cuadritos de mermelada de chabacano, el Rompope y el Pastel de nuez, de la Tía Nena; el pastel de ciruela pasa, de Doña Chabela; el Panqué de manzana, de mi prima Martha Escalera; el Envinado, el Pastel de Queso  y el Pastel de Manzana con Strudel y los Polvorones de Nuez de María Lapuente; el Niño Envuelto, de mi prima Maichita Sánchez; el Turrón de almendra y el Merengón, de mi Tía Maícha; los Palitos de Queso, de Elenita de la Concha; las Galletas de Nata, de mi sobrina Daniela; las Mantecadas de Astorga, el Flan de Vainilla y las Priesquitas, de mi tía Tere Mastretta, casada con el tío Priesca; las Natillas, de Emérita Velázquez, la suegra de mi hermana Verónica; la Trufa sencilla, de mi cuñada Pilar; el Rollo de Nuez, de Conchita Molina.
  • Sigue la página en blanco. El recetario abierto. Ahí está Los cinco fuegos, el blog de Lilia para que cada quien empiece con ella a conversar sus propias recetas.”

Si ustedes queridos lectores gustan de mirar el texto ya publicado, es el portal Mundo Nuestro. Periodismo Narrativo, de Sergio Mastretta donde lo encontraran:  http://mundonuestro.e-consulta.com/index.php/cronica/item/los-cinco-fuegos-en-profetica-presentacion-del-blog-de-lilia-martinez-y-torres

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Y para conocer más, de cómo se formó el blog, les invito a escuchar a Noé Domínguez en la presentación que realizo en mi programa Puebla en la Fotografía. La ciudad en una postal, en Radio BUAP. Programa que después subimos a SoundCloud: https://soundcloud.com/puebla-en-la-fotografia/programa-68-blog-los-cinco-fuegos-historias-de-comida-cocina-y-comedor

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LAS TRADICIONALES FESTIVIDADES NAVIDEÑAS MEXICANAS: LAS POSADAS


No quiero oro, ni quiero plata,
yo lo que quiero es romper la piñata.
Dominio popular, Versos para la piñata.

La Navidad y su estrecha relación con prácticas y creencias religiosas muestra la gran riqueza y diversidad cultural de México. En nuestro país, la Navidad y su celebración aparecieron junto con los españoles, vinieron “en el mismo navío” decía Luis Rublúo; era uno de los universos incluídos en el proceso evangelizador de los religiosos.

Ya en el México prehispánico, los aztecas rememoraban a Huitzilopochtli -Dios Sol de la Guerra- durante el solsticio de invierno, el 25 de diciembre. De ahí que actualmente, en los últimos días del año, tenemos las tradicionales fiestas de la temporada navideña con una gran diversidad de rituales en los que se mezcla lo prehispánico, lo colonial y lo contemporáneo de nuestra cultura.

En algunas de las próximas entradas del blog hablaré sobre nuestras costumbres y tradiciones decembrinas relacionadas con la Navidad, mediante reseñas, comentarios, fotografías históricas y actuales, estampas y tarjetas y audio, todo esto para favorecer su conocimiento y difusión.

Las navidades mexicanas comprenden las posadas, las piñatas, el aguinaldo, la acostada del Niño Dios y la cena de Nochebuena.

En los primeros días de diciembre, se reunían las “personas mayores” para repartirse las casas donde durante nueve noches, se celebrarían las posadas.

Las fiestas iniciaban el 16 de diciembre con las “Nueve jornadas en honor de los Santos Peregrinos José y María”, y terminaban el 24 del mismo mes, y su disposición era la siguiente:

A la casa, la calle o el atrio, -adornados con faroles de papel y guías de pino- llegaban los familiares, amigos y vecinos a los que se les entregaban velitas, luces de bengala para quemar y folletitos para la procesión. Ésta se llevaba a cabo con el Misterio –una representación escénica del peregrinar de José y María- en andas –un tablero sostenido por dos barras horizontales y paralelas que servía para transportar imágenes- mientras se cantaba la letanía a María Santísima. Los accidentes propios de la procesión eran la prendida del cabello o de la ropa por las velitas, o que el Misterio terminara en el suelo, lo que ocasionaba gran desasosiego de los anfitriones.

1854, Artículo de costumbres, “Las posadas en la alta sociedad”, El Estravagante. Primer Calendario para 1855”. Imprenta de Juan R. Navarro. Méjico. Biblioteca Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

1854, Artículo de costumbres, “Las posadas en la alta sociedad”, El Estravagante. Primer Calendario para 1855”. Imprenta de Juan R. Navarro. Méjico. Biblioteca Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

1854, Artículo de costumbres, “Las posadas de la clase baja”, El Estravagante. Primer Calendario para 1855. Imprenta de Juan R. Navarro. Méjico. Biblioteca Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

1854, Artículo de costumbres, “Las posadas de la clase baja”, El Estravagante. Primer Calendario para 1855. Imprenta de Juan R. Navarro. Méjico. Biblioteca Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Después de la procesión se pedía y daba posada: un grupo de personas quedaban dentro de la casa y otro fuera para iniciar el ritual de petición de posada, todos, -dentro y fuera- cantaban alternadamente los versos tradicionales. Ya adentro, en el recibimiento, se rezaba el rosario y se cantaban estrofas específicas a ello.

1880, “Las nueve jornadas de los Santos Peregrinos”, Editor A. V. Arroyo, México. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

1880, “Las nueve jornadas de los Santos Peregrinos”, Editor A. V. Arroyo, México. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

“Pidiendo posada”. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

“Pidiendo posada”. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Y como no había posada sin piñata, inmediatamente después de pedir y dar posada, se rompían las piñatas. Estas eran en forma de estrella y con siete picos, cada uno representando los siete pecados capitales, por lo que el acto de romper la piñata significa la destrucción del demonio y de las malas pasiones. Las piñatas se hacían con las ollas que, usadas en la cocina, se habían rajado y que se guardaba para ese fin. Con papel de china de colores, se hacían tiras con chinos que se pegaban con engrudo para ir cubriendo los picos, y en sus puntas se ponían flecos. Las piñatas se llenaban de tejocotes, jícamas, cañas, cacahuates y naranjas. Cada golpe a la piñata era acompañado de cánticos alusivos. Nunca faltaba el niño golpeado por estar muy cerca del palo, o porque al romperse la piñata, algunos tepalcates les daban en la cabeza.

1951, Puebla. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

1951, Puebla. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

 

1960, Puebla. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

1960, Puebla. Centro de Documentación Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Después de romper la piñata venía la entrega de los aguinaldos precedidos por los versos concernientes. Se entregaban unas canastitas de papel crepé o de carrizo llenas de dulces: confites, pastillas de sabores, nueces de cáscara de papel y coquitos de aceite (el contenido de las canastitas casi siempre se terminaba antes de llegar al hogar). En algunas casas se ofrecían bocadillos y ponche y algunas veces se hacía un baile familiar. Otro tipo de aguinaldos también eran regalos que se daban por las Navidades a trabajadores como vigilantes y veladores, quienes iban de casa en casa entregando tarjetitas con versos o villancicos y solicitando su regalo.

En Santiago, mi barrio, Don Neri -el dueño de la tlapalería más importante- hacía las posadas más grandiosas del barrio. Se cerraba la calle, 17 poniente, para hacer la procesión, pedir y dar posada y romper las piñatas, todo en perfecto orden. Algunas veces mi mamá no nos quería dar permiso de ir, ya que eran tumultuarias y temía que nos fuera a pasar “algo”.

Receta para el “Ponche” tomada del libro Así se come en Tlaxcala, de Yolanda Ramos Galicia, pag. 145, INAH, Gobierno de Tlaxcala, 1993. Reeditado en la serie Cocina Indígena y Popular, núm. 62, CONACULTA, 2014.

Receta

PONCHE

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EL PETRÓLEO Y SU COMBUSTIÓN EN LA ESTUFA

La era del petróleo llega a la cocina.
Armando Farga.

En los años veinte apareció la estufa de petróleo o tractolina, un puente entre el brasero de carbón y la estufa de gas. Las señoras de la casa ya no se preocuparían más, de la preparación y conservación del fuego. Las revistas femeninas fueron su principal medio de difusión, los anuncios que promocionaban su venta mencionaban que las estufas eran un aparato ecológico por el uso del petróleo como combustible además de “Con el objeto de evitar la tala inmoderada de los bosques”. Asimismo señalaban que el petróleo era el combustible del futuro. Este era procesado por las compañías: El Águila, la Huasteca Petroleum Company, la California Estándar Oil Co. y Petróleo Refinado Huasteca. Sin embargo, el uso de la estufa de petróleo no fue inmediato, este nuevo aparato tardaría en ser aceptado en las cocinas mexicanas, ya que los braseros eran parte importante de su historia culinaria.

En Puebla, las revistas Mignon, Revista de Oriente y del Comercio fueron los medios que publicitaron a las estufas como “los aparatos indispensables para una cocina funcional”. Una marca anunciada era la Boss, de “La mayor conveniencia por su excelente funcionamiento… queman tractolina o petróleo… encendido instantáneo… gran producción de calor por su perfecta gasificación… segura… consumo económico… lujosa presentación…”. También, la estufa Perfection anunciaba que el petróleo como su combustible “resultaba más barato que el carbón, sin humo, sin ceniza, sin olor, de encendido instantáneo, quemador protegido y calor regulable al gusto”-. Además, a las amas de casa en la compra de la estufa, les ofrecían gratis una demostración, un catálogo ilustrado y un recetario. Solo que todo aquello de “sin olor y sin humo” no era del todo cierto, ya que el olor que despedía la combustión del petróleo era muy desagradable y el humo impregnado en las paredes era muy pegajoso -por lo que lavar la cocina era más tedioso-. Otro problema eran las mechas de encendido, estas se quemaban rápidamente por lo que había que estarlas reponiendo constantemente, lo que representaba un gasto más. Aparte, con la estufa de petróleo en la cocina, la seguridad era muy precaria ya que los accidentes eran frecuentes puesto que el petróleo podía encenderse o explotar.

Algunas estufas de petróleo incorporaban un horno, y como este carecía de termostato, para conocer la temperatura al cocinar se recomendaba lo siguiente: “en una charola de horno poner un poco de harina extendida, meterla al horno ya caliente y cuando la harina tenga los siguientes colores: color paja en 5 minutos, es que está el horno a calor suave; color café claro en 5 minutos, es que está el horno a calor moderado; color café obscuro en 5 minutos, es que está el horno a calor fuerte; color café muy obscuro en sólo 3 minutos, es que está el horno a calor muy fuerte”.

El barrio de mi adolescencia Santiago, Puebla, era un mundo lleno de personas entrañables, una de ellas era Don Neri. Él era el dueño de la tlapalería más importante del barrio y como en las buenas tlapalerías, vendía de todo. También era el principal proveedor de petróleo, este lo tenía en grandes toneles, por lo que se requería de una bomba para servirlo al recipiente.

En 1984, a los ocupantes de la Penitenciaria de San Javier, Puebla, los trasladaron al Cerezo. Sus pertenencias se quedaron en la Penitenciaria, entre ellas, sus estufas de petróleo, las que les servían para cocinar sus alimentos y que en el Cerezo no les sería permitido tener. Evidentemente, aunque en las cocinas poblanas hacía años que estas estufas ya no se utilizaban, en ese lugar seguían siendo un objeto útil, aun después de sesenta años de su introducción a Puebla.

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