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EL DÍA DE CAMPO PARA COMER, JUGAR Y REPOSAR

Para comer se llevaban “tortas compuestas” de jamón, 
 queso de puerco, frijoles con aguacate, queso de cabra 
y chiles en vinagre; se llevaba fruta y golosinas.
 El aire libre, el sol y el cansancio estimulaban el apetito y a la hora 
de la comida se comía con ganas y lo que se llevaba sabía a gloria.  
Miko Viya, Puebla 450 años, 1981. 

El campo es el lugar donde se facilita la relación entre el hombre y la naturaleza. El campo igualmente es visto como un área de diversión y sosiego para toda la familia donde se come, se juega y se reposa, actividades que ayudan a desahogarse de las tensiones cotidianas  y que despiertan el entusiasmo de todos ya que se trata de una práctica colectiva.

En la casa de mi niñez, la del barrio de San Matías, casa que ya  he comentado (Braseros y fogones con carbón), ahí jugábamos con mi mamá al “Día de campo”. En el patio, -por sus posibilidades de espacio abierto para realizar actividades al aire libre-, poníamos unos petates y lo rodeábamos con plantas. Con anticipación habíamos preparado en nuestras canastas la comida que mi mamá había hecho desde muy temprano: sabrosos guisados para tacos, tortillas de mano –las que comprábamos con la “marchanta”-, el agua de fruta -la de temporada-, a veces refrescos, algunas frutas y el postre: plátanos con crema o arroz con leche. Asimismo en las canastas poníamos el mantel, los trastes y nuestros suéteres.

En el “Día de campo”, primero corríamos y jugábamos y cuando ya teníamos hambre –que era muy rápido-, comíamos. Siempre nos faltaba algo, que si la sal, que si el destapador, que si la cuchara para servir, objetos que nadie quería ir a traer de casa, ya que la habíamos cerrado al “salir” y no queríamos volver. Cuando ya se hacía tarde, recogíamos todas las cosas y “regresábamos” a la casa, llegando, platicábamos largo rato de nuestras aventuras.

También íbamos de “Día de campo”, -el de verdad-, generalmente en día domingo y con la familia, los amigos o los vecinos. En Puebla hay buen clima durante todo el año, esto nos permitía salir al campo en cualquier época. Íbamos a lugares fuera de la ciudad, pero accesibles como al bosque de Manzanilla en la Resurrección; al vaso de la Presa de Valsequillo; a Puente de Dios en Molcaxac; a La Planta o Los Molinos en la carretera a Atlixco y a Rio Frio en la carretera federal Puebla-México, lugares de ocio y recreación al alcance de todos.

El ritual antes de salir era preparar las canastas con todo lo necesario, empezando por la comida: deliciosos guisados que se pudieran comer en taco, o carne para asar, tortas compuestas, o sándwiches ya preparados. Además, una ensalada, tortillas, pan, quesos frescos y aguacates. Las bebidas frías eran agua de fruta o refresco; cerveza, vino o pulque. Como bebida caliente, café en un termo. Aparte de la comida, en las canastas poníamos los trastes: platos, vasos,  cucharas para comer y para servir, el mantel y las servilletas. También en las canastas colocábamos objetos que nos facilitaran realizar actividades de juego y reposo, como la pelota para el volibol; las reatas para saltar la cuerda; otras reatas para hacer los columpios; a veces la guitarra para cantar o el tocadiscos portátil para bailar. Además de hamacas, sarapes y sombrillas y desde luego, la cámara para capturar los momentos vividos que se volverían a disfrutar al comentar las fotografías en alguna reunión familiar. Regresábamos ya tarde y excesivamente cansados, pero muy contentos.

La fotografía es una ventana al mundo, nos permite descubrir aspectos de la vida del hombre en su día a día. Los fotógrafos ya fueran profesionales o aficionados, documentaron los sucesos importantes y las actividades cotidianas, casi, desde el inicio de la fotografía (1839). Uno de los sucesos de la vida cotidiana que ha quedado evidente en imágenes es el “Día de campo”, tema trabajado casi en exclusiva por los fotógrafos aficionados: personas comunes que con cámara en mano y en una dimensión más íntima, recabaron valiosísima información acerca de este evento.

Como la fotografía “habla” a través de los elementos que la componen, “leeremos” las imágenes aquí presentadas para obtener información que nos permita conocer cuáles fueron las maneras de vivir el “Día de campo”. Su temporalidad inicia con las primeras cámaras y películas que permitieron a los fotógrafos aficionados registrar este evento: 1900, periodo se extiende a lo largo de la primera mitad del siglo XX. De acuerdo con las inclinaciones socioculturales del periodo histórico acotado, las imágenes están llenas de significados que reflejan los gustos y el sentido práctico de los ciclos en que ha sucedido este evento, y que ahora es recordado gracias a las fotografías existentes. Disfruten su lectura!

Su vestimenta evoca los años veinte. Termo y taza de porcelana para el café, bolsa de ixtle. Probablemente extranjeros. Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Su vestimenta evoca los años veinte. Termo y taza de porcelana para el café, bolsa de ixtle. Probablemente extranjeros. Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Publicidad, el automóvil como medio de transporte para disfrutar con estilo de un “Día de campo”. Viñeta, Biblioteca de la Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

Publicidad, el automóvil como medio de transporte para disfrutar con estilo de un “Día de campo”. Viñeta, Biblioteca de la Fototeca Lorenzo Becerril A.C.

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EL PETRÓLEO Y SU COMBUSTIÓN EN LA ESTUFA

La era del petróleo llega a la cocina.
Armando Farga.

En los años veinte apareció la estufa de petróleo o tractolina, un puente entre el brasero de carbón y la estufa de gas. Las señoras de la casa ya no se preocuparían más, de la preparación y conservación del fuego. Las revistas femeninas fueron su principal medio de difusión, los anuncios que promocionaban su venta mencionaban que las estufas eran un aparato ecológico por el uso del petróleo como combustible además de “Con el objeto de evitar la tala inmoderada de los bosques”. Asimismo señalaban que el petróleo era el combustible del futuro. Este era procesado por las compañías: El Águila, la Huasteca Petroleum Company, la California Estándar Oil Co. y Petróleo Refinado Huasteca. Sin embargo, el uso de la estufa de petróleo no fue inmediato, este nuevo aparato tardaría en ser aceptado en las cocinas mexicanas, ya que los braseros eran parte importante de su historia culinaria.

En Puebla, las revistas Mignon, Revista de Oriente y del Comercio fueron los medios que publicitaron a las estufas como “los aparatos indispensables para una cocina funcional”. Una marca anunciada era la Boss, de “La mayor conveniencia por su excelente funcionamiento… queman tractolina o petróleo… encendido instantáneo… gran producción de calor por su perfecta gasificación… segura… consumo económico… lujosa presentación…”. También, la estufa Perfection anunciaba que el petróleo como su combustible “resultaba más barato que el carbón, sin humo, sin ceniza, sin olor, de encendido instantáneo, quemador protegido y calor regulable al gusto”-. Además, a las amas de casa en la compra de la estufa, les ofrecían gratis una demostración, un catálogo ilustrado y un recetario. Solo que todo aquello de “sin olor y sin humo” no era del todo cierto, ya que el olor que despedía la combustión del petróleo era muy desagradable y el humo impregnado en las paredes era muy pegajoso -por lo que lavar la cocina era más tedioso-. Otro problema eran las mechas de encendido, estas se quemaban rápidamente por lo que había que estarlas reponiendo constantemente, lo que representaba un gasto más. Aparte, con la estufa de petróleo en la cocina, la seguridad era muy precaria ya que los accidentes eran frecuentes puesto que el petróleo podía encenderse o explotar.

Algunas estufas de petróleo incorporaban un horno, y como este carecía de termostato, para conocer la temperatura al cocinar se recomendaba lo siguiente: “en una charola de horno poner un poco de harina extendida, meterla al horno ya caliente y cuando la harina tenga los siguientes colores: color paja en 5 minutos, es que está el horno a calor suave; color café claro en 5 minutos, es que está el horno a calor moderado; color café obscuro en 5 minutos, es que está el horno a calor fuerte; color café muy obscuro en sólo 3 minutos, es que está el horno a calor muy fuerte”.

El barrio de mi adolescencia Santiago, Puebla, era un mundo lleno de personas entrañables, una de ellas era Don Neri. Él era el dueño de la tlapalería más importante del barrio y como en las buenas tlapalerías, vendía de todo. También era el principal proveedor de petróleo, este lo tenía en grandes toneles, por lo que se requería de una bomba para servirlo al recipiente.

En 1984, a los ocupantes de la Penitenciaria de San Javier, Puebla, los trasladaron al Cerezo. Sus pertenencias se quedaron en la Penitenciaria, entre ellas, sus estufas de petróleo, las que les servían para cocinar sus alimentos y que en el Cerezo no les sería permitido tener. Evidentemente, aunque en las cocinas poblanas hacía años que estas estufas ya no se utilizaban, en ese lugar seguían siendo un objeto útil, aun después de sesenta años de su introducción a Puebla.

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BRASEROS Y FOGONES CON CARBÓN

Carbón que ha sido lumbre,
con cualquier cosita prende.

Dicho popular.

 Los fogones o braseros elevados fueron un avance tecnológico significativo, ya que su altura –a la cintura- facilitó las labores que las amas de casa realizaban en la cocina. También el uso del carbón vegetal como su combustible fue un avance importante, ya que colocando más o menos brasas se podía controlar la fuente de calor. Una ventaja más del carbón fue que proporcionó un poder calorífico mayor, lo que redundó en un gasto menor. También disminuyó la emisión de humo y ceniza, permitiendo una cocina más limpia y organizada.

 Según las dimensiones de la cocina, los fogones o braseros -construidos de ladrillo o mampostería-, podían ser largos (de pared a pared) o pequeños. Los braseros grandes podían tener hasta siete bocas de diversos tamaños; los pequeños, dos o tres. Las parrillas en forma de rejillas y hechas de fierro colado se colocaban encima de las bocas. Las grandes eran para las cazuelas, ollas, cacerolas sartenes y cazos, también para los alimentos que requerían una cocción a fuego vivo. Las bocas pequeñas se utilizaban para jarros y cacitos y para cocer a fuego lento o manso. Los braseros tenían en el frente unos orificios por los que, con el aventador -un abanico tejido con fibras vegetales de tule, palma o carrizo- se avivaba el fuego cuando era necesario. Para desahogar el humo y los vapores, arriba tenían una campana que remataba en el techo y cuyo tiro daba directamente al exterior. Ciertos braseros eran revestidos con azulejos de talavera, lujo señorial de las cocinas poblanas, otros eran pintados en color rojo de Prusia. Algunos braseros estaban protegidos con un ángulo de metal como amarre, tanto en las orillas como en las bocas. La mayoría de ellos tenía integrada la carbonera -un nicho abierto al ras del piso para colocar el carbón.

Para hacer fuego se requería del uso del ocote -una madera resinosa- y se formaba con él “una casita”; era normal que mientras el combustible encendía se produjera mucho humo. Una vez encendido el fuego había que mantenerlo vivo, conservándolo cubierto con ceniza en los intervalos entre el desayuno y la comida y entre la merienda y la cena. Por la noche, al término de las labores, el fogón se barría con una escobilla para evitar la acumulación de ceniza; no se mojaba ni se lavaba porque se enfriaba. Una manera de conservar el fuego de un día para otro era guardar el rescoldo semicubierto con ceniza para al otro día sobre el rescoldo poner carbón para avivar el fuego. El carbón más apreciado por su mayor duración era el de maderas “duras”, como el encino, álamo o fresno, de ahí cierta publicidad en la Agenda para la Familia, indispensable en todo hogar, de Carlos V. Toussaint, Puebla, 1902: “El peor frijol mexicano y el más rebelde tocino español los cuece el carbón de encino”. El carbón para el consumo diario se adquiría en los depósitos al “por mayor” -donde lo vendían en costales-, en los expendios y carbonerías, o con los vendedores ambulantes -quienes lo vendían por montón. También se podía acudir a la plazuelita del barrio de San Antonio, Puebla, donde llegaban los carboneros con sus burros cargados de leña y de carbón vegetal procedentes de los bosques de Tlaxcala y de las faldas del volcán la Malinche. No se compraba el carbón húmedo ni el viejo. En mi barrio de infancia, lugar apropiado para crecer y conocer, Don Joaquín contaba con su propia carbonería, y gustaba de llevar al domicilio de sus clientas las diferentes mercancías que vendía: carbón de bola y bofo, ocote, escobas de tule y de raíz, sopladores, escobetas, piedra pómez y tequesquite.

Hasta nuestros días, el uso del carbón como combustible sigue vigente, aunque ya solo en braseros portátiles, y principalmente en los puestos que venden antojitos. Algunas cocineras en sus casas todavía gustan de guisar en ellos, ya sea que los coloquen en el interior de la cocina o en el patio. Los usan cuando necesitan cocinar platillos que requieren de cocimiento largo como cocer la carne, sazonar el mole o cocer los frijoles. Probablemente esto se deba a que el brasero portátil les da mayor libertad de movimiento.

Hablando de mi niñez en el barrio de San Matías, mi casa era como muchas casas poblanas coloniales: una serie de habitaciones seguidas una de la otra, y todas dando al patio. Este era un patio hermosamente enlajado y en cuyo centro existía una enorme pila, que en tiempo de calor nos servía para refrescarnos y jugar dentro de ella. En este patio jugábamos a “la comidita” con mi mamá (Arabela Torres Monterrubio) improvisando una cocina: con una sábana sobre los tendederos hacíamos una sombra y en el piso poníamos un petate. Mi mamá preparaba la comida en pequeñas cazuelitas sobre un braserito de lámina, usando el carbón como combustible. Se pueden imaginar la impaciencia de nosotros por degustar los deliciosos platillos que ella preparara, En ese entonces éramos siete hermanos: Lucy, yo, Elo, Pily, Susi, Miguel y Efrain, -Mari nació después en otra casa- más algún primo o prima que temporalmente viviera con nosotros. Esta “comidita” era servida en los trastecitos que Los Reyes Magos nos traían, por lo que las porciones eran muy pequeñas.

También en esta casa, en una esquina del patio y olvidada por todos, estaba mi propia cocina. Era muy especial, estaba desocupada y, por lo tanto, solo existía espacio, luz y fogón. La puerta de entrada era de madera y al fondo estaba el fogón con sus dos hornillas de fierro y su carbonera. Arriba del fogón estaba la ventana, por la que entraba la luz matinal (en verdad luz mágica ya que era capaz de transformar todo el entorno): el sólido fogón cobraba vida con su color rojo carmesí, las parrillas de fierro negro se veían esbeltas y brillantes y la carbonera de suave textura cálida y acogedora. Para mantener la cocina limpia echaba cubetadas de agua e inmediatamente el fogón denotaba su presencia por su delicioso olor a barro mojado. Algunas veces entraban a mi cocina visitantes molestos: unos gatos atrevidos que sin ningún reparo querían adueñarse de ella, inmediatamente los echaba fuera a escobazos. También en esta cocina ponía a los pajaritos muertos que encontraba en el patio. Invitaba a mis hermanas a que los enterráramos, les hacíamos pequeños montículos de arena y les poníamos flores; después, las hormigas que larga procesión entraban a la cocina, se encargaban de desaparecer sus restos. Esta cocina con su fogón fue de los mejores lugares de mi infancia, estar dentro de ella me proporcionaba paz y tranquilidad.

Y para continuar con el tema del carbón, no puede faltar la “Canción del Carbonero”, compuesta en los años veinte y del dominio popular. Canción especialmente preparada para el blog con el arreglo musical, voz y guitarra de Carlos Arellano y con la interpretación de Claudia Mendoza.

El primer amor que tenga ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
El primer amor que tenga, ¡Ay mamá!
Ha de ser un carbonero,
Y aunque ande todo chorreado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Y aunque ande todo tiznado, ¡Ay mamá!
Pero cargando dinero.

 

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